Sabía que el chorro de agua caería tan fuerte que le parecería estar hirviendo, como sabía que se dejaría remojar un tiempo hasta que el cuerpo se atemperara y pudiera empezar a frotarse el pelo con el champú que, recordaba sin error, estaba en la esquina izquierda al final de la bañera. Con el ruido de fondo del agua sobre su espalda se frotaba el cabello con fruición, intentando que un zarandeo demasiado fuerte no le dejara jabón en los ojos, porque entonces la ducha se fastidiaba y no paraba de pensar en ello hasta salir. Luego sabía que tenía que coger el gel en el rincón opuesto, manías de Eva que conocía como la palma de la mano recién untada con líquido verdoso. Siempre se echaba más de la cuenta, porque le gustaba hacer espuma como en los baños de las películas. Empezaba por los hombros, luego los brazos y más tarde el torso. Luego se apoyaba en la pared para poder fregarse las piernas sin resbalar. Las axilas las dejaba para el final, porque siempre le parecía que no frotaba lo suficiente. Luego descorría la mampara, cogía la toalla y se secaba en orden inverso, frente al espejo del lavabo, comprobando que el afeitado anterior a la ducha necesitaba un repaso, o loción, o estaba perfecto como para pasarse la palma por la barbilla y notarla rasa y suave.
Sabía todo esto, claro, como sabía que le quedaban veinte minutos para rociarse de desodorante, bajar las escaleras, vestirse y coger el coche. Lo sabía desde antes de embadurnarse las mejillas de espuma, desde antes de planear la tarde para que le diera tiempo a todo, y desde antes de concertar la cita. Así que no reparó en gastos con el spray, colgó la toalla en su sitio y bajó las escaleras en dirección a su habitación.
Poco después, sin demasiada noción del tiempo que había pasado, abrió los ojos y supo que lo que seguía no debería haber ocurrido ni ocurrir ni estar ocurriendo, pero la rutina es traicionera y no le había avisado. Se sentía entumecido, adormilado, y notaba que se le emborronaba la vista del techo. Un poquito más arriba se intuía parte de una forma esférica que le recordaba a la lámpara que había en el centro del salón, así que no necesitó muchos cálculos para situarse al final de la escalera, probablemente con el primer escalón cerca de un cráneo que no quería mover mucho porque no parecía en muy buen estado. Aunque ignoraba el tiempo que había permanecido con los ojos cerrados, notaba que la luz que entraba por la ventana de su izquierda tenía un tono entre rojizo y anaranjado, así que ya debían haber pasado las ocho. Eva estaría en la puerta del restaurante, mirando la hora y preguntándose por qué no se decidía él a llegar. Pero él tenía los pies mojados -una de las pocas partes de su anatomía que sentía aún- y no paraba de maldecirlos por ser la irresponsable causa de su tardanza y Dios sabe qué más desgracias. Esta última frase le hizo pensar en Dios y en lo cruel que era que le hubiera dado fin a sus días de una manera tan poco apropiada, desnudo y despatarrado en mitad del parqué, que debía estar congelado pero que afortunadamente no notaba gracias a la lesión de espalda que parecía haberle producido la caída. Él sabía que la planta del pie no se adhiere bien a la superficie cuando no está del todo seca, pero se afanaba en olvidar esto porque también sabía que si estaban aún mojados era porque prefería dejar al esterillo la tarea de secarle los pies. Maldito fuera el esterillo, pues, por no haber estado al tanto y haberse descuidado de la escasa labor que se le encomendaba.
Volvió a pensar en Eva, que seguiría tenaz en aquella puerta del cinco tenedores, vestida de noche y esperándole ya con un enfado que se tornaría cada vez más monumental por cada cuarto de hora que persistiera en retrasarse. Prefirió que se enfadara y decidiera plantarlo con cajas destempladas, porque no quería que se extrañara, le fuera a visitar a casa y le encontrara de aquella guisa. Pensó que quizás pudiera alargar el brazo y alcanzar el teléfono para llamar al hospital, pero su propia extremidad le confirmó que no era tarea que pudiera acometer con tanta decisión. Empezó a notar los pies menos húmedos, y no sabía si era porque se le estuvieran secando de verdad o porque estuviera perdiendo la sensibilidad en ellos como en el resto del cuerpo.
Cerró los ojos considerando que los párpados pesaban demasiado y que al fin y al cabo no era necesario mantenerlos abiertos eternamente, pero tuvo que volver a abrirlos porque en la oscuridad había notado como que perdía peso y se le iba la mente a otro lado. Pensó, sin saber por qué, y ya eran demasiadas cosas que ocurrían sin su conocimiento, en su madre y como quería que todos sus retoños vivieran por muchos años y dejaran este mundo rodeados de los suyos. Dicho pensamiento le entristeció porque estaba ya adivinando que no iba a poder ser. Pensando en su madre acabó pensando en sí mismo, lógicamente, porque era hijo único y no se le había ocurrido otra persona que cumpliera con el deseo de su madre. Le enfadó bastante tener que acabar así, porque sentía desperdiciados sus treinta y muchos años de vida; de saber que se le iba a acabar el tiempo de aquella manera habría vivido un poco más atento a sus deseos en vez de a sus responsabilidades, y ahora se sentía estafado por haber ido preparando un futuro que no iba a poder aprovechar. Intentó gritar o dejar claro lo iracundo que se estaba sintiendo por momentos, pero no hubo caso. Allí no había nada que diera señales de vida excepto su cerebro, porque por alguna razón hasta el desodorante le había abandonado. Al enfado se le unieron las ganas de llorar, pero los lacrimales tampoco respondían a la llamada y la impotencia creció en él, tanto que acabó por cerrar los ojos a ver si por la fuerza se conseguía algo, pero no logró nada de nada y decidió dejarlos cerrados.
Cuando volvió a usar los párpados no era capaz de discernir ni el techo ni el trocito de lámpara, pero se dio cuenta de que no era que se hubiera quedado ciego sino que se había hecho de noche. Se le había pasado el enfado, pero a lo mejor era que se le habían lesionado también los sentimientos, y por no forzar más cosas, se quedó callado, esperando que a Dios o a cualquier otro le diera la gana de llevárselo consigo, porque aquello ya no era ni suplicio ni nada. Ya no le interesaba sopesar su vida ni pensar en nadie más; prefería acabar con aquella ridícula situación de una vez por todas, y justo entonces empezó a escuchar el timbre del teléfono entrando en sus oídos y obligando a los tímpanos a resucitar un poco. Aquella sería Eva, intuyó de repente, que llamaba bien para gritarle qué demonios había estado haciendo que no se había presentado, bien para preguntarle con preocupación si había ocurrido algo grave. Y sabiendo que no podría contestarle ni a una cosa ni a la otra volvió a cerrar los ojos dándose cuenta que había desperdiciado sus últimos momentos de vida pensando en sí mismo. Menudo egoísmo.
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